La idea de corrupción ha estado presente en el hombre desde la filosofía antigua hasta nuestros días. Aristóteles concebía dos grandes categorías de gobiernos: los puros y los impuros. Mientras los primeros tenían como característica principal su orientación hacia toda la ciudadanía, los segundos se caracterizaban por perseguir el interés exclusivo de quienes gobernaban, corrompiendo con ello la naturaleza misma del gobierno. De ahí que cuando los ladrones se enquistan en el poder político y se valen de sus funciones públicas para canalizar sus intereses privados, los llamemos corruptos, puesto que corrompen el fin que debería tener el manejo de la cosa
pública.Podría argumentarse, con cierta razón, que la corrupción es un mal que podemos hallar en cualquier régimen político. Pero la cleptocracia se produce cuando los actos de corrupción se han vuelto tan sistemáticos que pasan a formar parte de la cultura política dominante. En efecto, hay que distinguir la corrupción como excepción de la corrupción como regla. Toda realidad política se ve, en algún momento, embestida por casos de corrupción. El problema surge cuando estos dejan de configurar anomalías a extirpar del sistema político, para convertirse en cotidianeidades que se terminan por instalar como “normales”, sin provocar erosiones en la legitimidad del
gobierno.Como todo sistema político que logra establecerse con cierta firmeza, la cleptocracia precisa de una moralidad pública específica. Así como la democracia, por ejemplo, se legitima sólo cuando una mentalidad democrática prevalece en la ciudadanía, la cleptocracia evita que la corrupción deslegitime al gobierno sólo cuando una moralidad cleptocrática se ha apoderado del pueblo. Total moralidad no supone estrictamente que se encuentre un sentido ético en la corrupción, sino que, frente a esta, la gente no vea dañado su sistema de valores en un grado suficiente como para deslegitimar al gobierno. El poco feliz “roban pero hacen” es un ejemplo ilustrativo de la inmoralidad cleptocrática de los argentinos.La cleptocracia encuentra suelo fértil principalmente en regímenes populistas, donde el poder no reside en las instituciones sino en los líderes mesiánicos que pretenden gobernar sin controles institucionales. El poder del que gozan los funcionarios populistas es de tal magnitud que las puertas para el mal manejo de los recursos públicos siempre están abiertas. Asimismo, la moralidad prebendaria que el populismo va edificando en la gente sirve de antesala para la moralidad cleptocrática a la que nos referíamos con anterioridad.Allí donde la conciencia individual y la iniciativa privada son reducidas por la amplitud del Estado populista, se da una paradoja propia de los países subdesarrollados que fue mencionada por el Premio Nobel de economía Gunnar Myrdal: el sector privado termina operando bajo la lógica estatista, pues pide y vive de subsidios y prebendas, al tiempo que el sector público opera bajo una lógica privatista, puesto que sus funcionarios manejan los recursos públicos como si fuesen privados.Las consecuencias de una cleptocracia son, en resumidas cuentas, el empobrecimiento del pueblo a costa de los ladrones afincados en el Estado; un retraimiento ético generalizado, donde la inmoralidad se hace costumbre y conduce a un estado de anomia permanente; y la consolidación de élites políticas que realimentan constantemente su poder, desarticulando los mecanismos de control y destruyendo el sistema republicano.
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